Positano, 28 Agosto 2021
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Eran las 5 PM y ni siquiera había almorzado, venía directamente desde Napoli. Seguí la carretera, que siempre miraba al mar, hasta por fin llegar a Positano. Era un pueblo en cuesta, lleno de casas de colores amontonadas unas encima de otras. El lugar estaba repleto de motos y solo había una carretera, de único sentido, que bajaba rodeando al pueblo. No tenía mucho tiempo, era domingo, mi último día de mi viaje y el lunes tenía que trabajar en remoto desde la casa de mis amigos en Roma.
Positano estaba lleno de gente por todas partes, totalmente gentrificado. Los parkings a lo largo de la carretera resultaban extremadamente caros. Seguí pueblo abajo hasta que finalmente decidí meter el Fiat en un parking – imposible regatearlos. En el propio parking me cambié, me puse el bañador y empecé a caminar.
Callejuelas llenas de escaleras y gente subiendo y bajando continuamente. El pueblo era espectacular, lleno de detalles, colores suaves y pequeños rincones con vistas al mar. La gente corría de un lado al otro y los que no, lo hacían en vespa a toda velocidad.
En medio de esta marea vi un señor mayor de tez extremadamente morena por el sol. Al pasar a su lado me miró y me preguntó: “¿Qué buscas, chico?”. “La playa” – le respondí yo.
Me explicó de forma muy detallada. “Hay dos maneras, si sigues esa calle encontrarás dos leones de hierro… “. Le agradecí cordialmente y bajé corriendo hasta llegar a la pequeña playa de piedras escondida entre los dos grandes bloques de roca que el señor me había indicado. Me quité la ropa y fuí directo al agua. Tras un rato sumergido en el agua templada, devolví la mirada a Positano. Solo entonces pude ver toda su grandeza, color y belleza. El sol apuntaba directamente al pueblo saturando todos sus colores y creando bellas escenas.
Tras un rato en la playa, recogí mis cosas y subí por otro estrecho camino que discurría por la ladera del pueblo. El tiempo se me echaba encima y muy a mi pesar decidí que era hora de volver a Roma. Pasé de nuevo por las escaleras infinitas y me volví a encontrar con el mismo señor, en el mismo lugar. Volvimos a cruzarnos las miradas y nos sonreímos. Me acerqué y empezamos a hablar.
Se llamaba Mario, tenía 83 años y había nacido y vivido toda su vida en Positano. Hablaba inglés perfectamente. “He trabajado siempre en el hotel de ahí abajo” – dijo sonriendo. Me preguntó por mí. “Vivo en Berlin pero me he criado en el País Vasco.” – dije.
Él no pudo resistirse a hablarme en alemán. Había estado casado con una señora austriaca. También había estado en Berlín antes de que el muro cayera. A partir de ahí empecé a lanzarle una pregunta tras otras que Mario siempre respondía con una sonrisa. “¿Qué es lo que más te gusta de Positano?” – le pregunté. “¡Positano!” – me respondió expresivamente, como si de una obviedad se tratase.
Me comentó que años atrás, la gente del pueblo que vivía en la parte más alta de la colina, solía bajar (y subir) cada día por los cientos de escaleras para hacer la compra diaria. “Ahora hay una carretera” – más fácil.
Aparté la mirada de Mario por un momento y observé de nuevo el rápido discurrir de la gente que pasaba a nuestro lado. Sin embargo yo, me he olvidado por completo del coche, de Roma y de que al día siguiente era lunes.
“Mario, hay mucha gente en Positano, supongo que hace años esto era muy diferente. ¿Te molesta este flujo constante de gente? – le pregunté . “¡No! “Normalmente no y el día que no quiero ver gente, me voy a mi casa y miro el mar” – me sonrío de nuevo. Mario vivía en una casa privilegiada en pleno Positano, con un balcón mirando el mar. Era de su familia.
Cada año, un hombre americano, Jack Steinberger, se hospedaba en el hotel donde Mario trabajaba . Fue un premio Nobel de física. Cada año Mario le atendía y con el tiempo fueron entablando amistad. Jack dedicó uno de sus libros a Mario, de Positano.
A sus 83 años, Mario seguía enamorado de su pueblo y no se imaginaba un lugar mejor donde haber pasado su vida. “¿Y qué tal es en invierno?” – pregunté. “¡Oh! Es precioso. El tiempo no es tan bueno pero el pueblo está vacío y el mar tiene otro carácter. Me encanta mirar al mar en invierno”.
“Oye” – me dijo. “¿Ya has visitado el pueblo?”
“La verdad es que no” – le respondí
“Venga, vamos a verlo” – dijo mientras se levantaba enérgicamente de su sitio.
Caminamos juntos y atravesamos Positano, pasando por su pequeña iglesia, sus casas, bares, restaurantes. Mario iba primero y mientras saludaba a su gente, me describía en voz alta los rincones de su pueblo. Llegamos hasta un balconcito con vista y seguimos charlando.
“Tienes que bajar a ver el pueblo” – me dijo Mario. Me volvió a dar indicaciones claras: “Tienes que bajar este cuesta, (…) acabarás viendo dos leones de hierro (…)”. Y así lo hice, llegando hasta el corazón de Positano, atravesando una marea de gente con acentos de todo el mundo. Seguí el camino hasta llegar de nuevo a donde Mario seguía sentado.).
“¿A dónde vas ahora?”. “A Roma” – le respondí. “¡Oh! ¡Eso está muy lejos!” – me dijo con mucho entusiasmo. Tras unas pocas palabras más, nos despedimos sonriéndonos.